¿Proteger o no proteger?: la importación "puerta a puerta" y el eterno retorno del debate industrial
Cada país tiene su tema tabú en torno del cual se abren acalorados debates a lo largo de décadas, sin que nunca se pueda llegar a un acuerdo.
Así como el mundo se asombra de que en Estados Unidos, por ejemplo, existe el planteo sobre si debe haber una cobertura universal de salud o si es correcto que los civiles porten armas, también en la Argentina hay ciertas discusiones que -vistas desde fuera- hasta pueden sonar raras o anacrónicas.
En el ámbito doméstico, el tema eterno y recurrente es la protección a la industria nacional y cuánto sacrificio se le debe exigir al resto de la sociedad para sostener empresas con serias dificultades para competir, que se traducen en tener que comprar productos bastante más caros.
Por cierto, es un debate que ya tiene más de medio siglo y que en otros países sólo se conoce en los libros de historia económica.
Días atrás, se viralizó en las redes sociales un video en el que una mujer indignada descargaba toda su furia e insultos contra la Aduana, a raíz de las trabas burocráticas que debió padecer para importar un pequeño volumen de maquillaje para uso personal.
Su mensaje fue aplaudido por connotados economistas de tendencia liberal, que hasta vieron en ese video un principio de rebelión popular anti-proteccionista.
El disparador para este enésimo capítulo del debate industrial fue el sistema de "microimportaciones" a través del servicio "puerta a puerta" que, por cierto, es absolutamente normal en otros países.
Para algunos argentinos, se trata de una apertura nefasta, ya que puede matar a la producción local. Para otros, una medida tibia que se queda a mitad de camino.
Paradójicamente, quien dio más argumentos en contra del proteccionismo industrial fue la propia Confederación Argentina de la Mediana Empresa (CAME) que -en su afán de alertar por la debilidad de los productores nacionales- difundió un listado comparativo de precios argentinos y chinos.
La consecuencia fue la de un verdadero efecto boomerang: el sobreprecio nacional va desde un 53% en vajillas y mochilas a más de un 200% para ciertos productos textiles, en caso de no considerar impuestos (ver cuadro).
Para la entidad, la conclusión no podía ser otra que la de extremar las medidas proteccionistas. Sin embargo, en la vereda opuesta, estos números dieron renovados argumentos a los que se escandalizan por el costo que implica el tener que mantener industrias poco competitivas.
¿Demasiado liberal o excesivamente proteccionista?
Para el Gobierno, este renacer del debate sobre la "industria sustitutiva de importaciones" implica cero ganancia y pura pérdida, políticamente hablando.
Quienes lo califican como "neoliberal" se escandalizan por el auge de las importaciones de bienes de consumo, uno de los pocos rubros que ha ido en aumento mientras el entorno recesivo ha derrumbado las compras de maquinaria y bienes de capital.
"José Mercado compra todo importado" tituló el diario kirchnerista Página 12 para hacer referencia al saldo comercial de julio.
La frase (un guiño para quienes tienen más de 40 años y que alude a una canción de Serú Giran de 1982), tiene un claro mensaje: se está recreando una política de "desindustrialización" similar a la que rigiera con el plan de Martínez de Hoz en la dictadura militar.
Esos temores parecen justificados por las "denuncias" de los industriales, que entienden que la mejor estrategia no pasa por reclamar una devaluación para que el dólar alto sirva como protección, porque esa medida siempre suena antipática.
Más bien, prefieren poner toda su energía en reclamar mayores aranceles de importación y la fijación de cupos de mercado.
Días atrás, tal como diera cuenta iProfesional, dirigentes del sector electrónico advirtieron que los funcionarios macristas tenían un plan para bajar el impuesto de importación desde el actual 35% a un 16% para una serie de productos tales como notebooks y tablets.
Lo paradójico es que el Gobierno, lejos de considerarse "liberal" y proaperturista -al estilo de los años '90- se ve a sí mismo como desarrollista y gradualista.
En esa tónica, el ministro de Hacienda, Alfonso Prat Gay, aseguró que hay que dar tiempo y ayudar a que los sectores poco competitivos puedan mejorar su nivel de productividad.
"Les damos a los empresarios argentinos cuatro años para ir al gimnasio, entrenar, prepararse y en cuatro años salen a la cancha", graficó.
Naturalmente, fue como echarle más leña a la hoguera: ¿es mucho o poco cuatro años de adecuación?
Para algunos no alcanzan ni cuatro años ni cuarenta, ya que no se puede competir contra un país como China que aplica "dumping social".
Para otros, en cambio, esos cuatro años resultan demasiado si se tiene en cuenta que esos sectores ya habían prometido reconvertirse hace ya dos décadas, cuando se negoció la integración comercial del Mercosur.
Los industriales se defienden bajo el argumento de que se suele caricaturizar su atraso técnico respecto del resto del mundo. Y que su falta de competitividad responde, en realidad, a los costos de la mala infraestructura y a los impuestos excesivos.
A fin de cuentas, como ellos mismos no se cansan de repetir, cuesta más caro el flete por camión desde el norte argentino hasta el puerto que traer un barco desde China.
"Hay empresas que invirtieron y están actualizadas, pero así y todo no pueden competir por los sobrecostos de la economía argentina", señala Marcos Alladio, propietario de la fabricante de lavarropas Drean.
En la vereda opuesta, quienes militan la posición más resueltamente aperturista critican también el Plan Productivo Nacional que prepara el Gobierno.
La iniciativa contempla medidas de apoyo diferenciadas para sectores de "competitividad media" -entre los que figura la industria automotriz- y los de "competitividad baja" -que comprende a algunos rubros textiles y al polo electrónico de Tierra del Fuego-.
El enunciado del plan, según la información que el Gobierno dejó filtrar, es ese tipo de declaración de principios con las que nadie podría estar en desacuerdo: alivio impositivo, mejora de la infraestructura para bajar gastos de transporte, reducción del costo crediticio, menor burocracia estatal e impulso a la innovación.
No obstante, los antecedentes históricos dejan lugar para el escepticismo. Es que muchas veces, bajo ese mismo enunciado, sólo hubo subsidios y cuotas de mercado que no mejoraron la productividad.
De hecho, empiezan a circular críticas por los parecidos entre el "Blackberry 100% argentino" (del que se enorgullecía Cristina Kirchner) con el nuevo plan macrista para vender smartphones 4G a un precio cercano a los $2.000.
En ninguno de los dos casos se observa un real valor agregado local a los componentes importados desde China. Más aun, en ambos, han aparecido sospechas de connivencia con grupos ensambladores vinculados con el Gobierno de turno.
En este sentido, Mirgor, la principal empresa beneficiada por el nuevo impulso a los celulares argentinos, es propiedad de "Nicky" Caputo, el mejor amigo de Macri.
La contradicción de la Argentina consumista
El símbolo máximo del debate sobre la (in)viabilidad de la industria es el polo tecnológico de Tierra del Fuego, en el que se ensamblan anualmente 12 millones de celulares -entre otros artículos electrónicos- y que suele irritar particularmente a los economistas.
Una investigación del consultor Federico Muñoz aporta datos por demás elocuentes:
-Las exenciones impositivas -en otros términos, un costo fiscal- fueron de u$s2.700 millones solo el año pasado.
-Cada uno de los 11.500 trabajadores del sector tecnológico en Tierra del Fuego implica un subsidio estatal de $180.000 mensuales (u$s18.000 al tipo de cambio pre-devaluación).
-El déficit comercial en la isla (el costo neto en dólares por importar los insumos) es de unos u$s3.300 millones al año.
En su visión, el polo fueguino no aporta valor agregado, es costoso en términos fiscales y también insume divisas.
De hecho, hasta el propio Axel Kicillof se quejaba de este régimen, al que le atribuía gran parte de la culpa por la asfixia de dólares que llevó a que el gobierno kirchnerista impusiera el "cepo".
Se trata del típico proyecto con el cual todos los economistas, cualquiera sea su orientación, discrepan. Pero, a su vez, con el que todos los políticos están a favor.
"Teníamos la esperanza de que en la gestión Macri se reformara el extraordinariamente caro régimen promocional de la ‘industria tecnológica' fueguina", apunta Muñoz.
"Parece que intereses muy cercanos (acaso demasiado) al Presidente no sólo blindan la continuidad del régimen sino que además prometen agudizar las distorsiones", completa.
Por cierto, su crítica es una de las más suaves. Otros economistas, como José Luis Espert, vienen protagonizando una verdadera cruzada contra lo que denominan "populismo industrial", que termina "sometiendo" al resto de las actividades.
En su visión, "la industria exportadora no le interesa, el campo es un sector rentista, el turismo es irrelevante y el comercio es un problema". Este analista considera que para el populismo industrial, el único sector que genera valor agregado y empleo es la industria sustitutiva de importaciones.
"Todas estas premisas son falsas. Sin embargo, pese a la decadencia que ha generado, sigue teniendo rating", dispara el polémico Espert.
Y aporta su punto de vista del porqué este modelo de industria protegida se sostiene a pesar de las críticas: "Las universidades coquetean con esta idea. Pero esto ya no es un problema de elites sino que es un problema del país. La gente cree en esto".
Lo cierto es que en el debate académico sigue manteniendo vigencia la tesis planteada hace más de 40 años por Marcelo Diamand, que argumentaba sobre la "estructura productiva desequilibrada" de la Argentina.
Esa visión coincide en términos generales con lo que se conoce como "enfermedad holandesa".
La misma plantea que la productividad del campo argentino es una fuerza que lleva al tipo de cambio a ubicarse por debajo de su nivel deseable o de equilibrio.
Entonces, con un dólar más barato del conveniente, la industria pierde su protección natural y no tiene espacio ni para crecer ni para exportar.
A pesar de las críticas, es un planteo que no ha perdido seguidores. Pero, sobre todo, lo que ha quedado demostrado es que el discurso pro industrial es muy rendidor en términos electorales.
No hay mejor foto para un Presidente o para un gobernador que cortar la cinta inaugural de una planta industrial. Y no hay candidato en campaña que no hable a favor de la industria y de incrementar su peso en el PBI.
Lo cierto es que pocos lo han hecho y, en términos de producto bruto interno, la industria no ha cambiado mucho respecto de su nivel de los 90: en la actualidad ronda el 17% (del PBI) pese a la insistencia pro industrial del "relato K".
Por lo pronto, la situación no es tan simple de dirimir, ya que buena parte de la sociedad mantiene una actitud contradictoria y ambivalente.
Por un lado, apoya a los políticos que hablan a favor de la industria nacional. Pero, por otro, cada vez que pueden compran masivamente productos importados más baratos fuera del país.
En este sentido, ya son legendarios los viajes para consumir de todo, desde un jean hasta un iPhone.
Desde aquellos viajes a Miami de los 70, en el furor de la TV color -magníficamente retratados en películas como "Plata Dulce"- hasta los actuales tours de compras en Paraguay y Chile, poco ha cambiado.
El contenido de las valijas es distinto, pero la actitud de los argentinos es la misma.