En el Fondo, todos se parecen: cuál es el consenso tácito sobre la economía para las elecciones
América Latina está políticamente alborotada. Lucen frescas aún las huellas de las bandas fascistas que ocuparon las sedes de los tres poderes en Brasilia pidiendo a gritos un golpe de Estado. Felizmente, esos rastros autoritarios fueron neutralizados de modo inmediato, pero resulta evidente que están agazapados para esperar otra oportunidad de asaltar las instituciones de la democracia.
El presidente Lula necesitará de toda su experiencia y habilidad para consolidar su tercera presidencia y derrotar al bolsonarismo, tarea mucho más ardua a la de haber vencido a Bolsonaro en las urnas.
Perú es un auténtico polvorín donde hay que lamentar decenas de muertes desde que Pedro Castillo fue destituido por el mismo Congreso que él pretendió disolver por decreto. La actual presidenta Dina Boluarte pende de un hilo. Hace años que los mandatarios de esa nación andina expresan la fragilidad de un sistema de poder fragmentado en el que las partes son eficientes para bloquearse entre sí pero no para construir una gestión perdurable.
Del otro lado de la cordillera, a Gabriel Boric la gestión se le está haciendo cuesta arriba por renuncias reiteradas en el gabinete y una caída vertiginosa en las encuestas de opinión, acelerada desde la derrota en el plebiscito para reformar la Carta Magna. El bicoalicionismo que prevaleció desde el fin de la dictadura pinochetista implosionó, pero no ha sido reemplazado por un esquema sólido. Se fueron los de siempre, llegaron otros distintos y el desencanto continúa confirmando que lo nuevo no necesariamente es sinónimo de mejor.
Por su parte, Bolivia está fracturada regional y partidariamente en un escenario abierto y delicado en lo social. El gobernador del rico estado de Santa Cruz, Luis Fernando Camacho, está preso y las huelgas continúan lacerando al Estado Plurinacional.
Y en Ecuador siempre hay que estar atento a lo que suceda con la situación de los pueblos originarios, punto de equilibrio (o desequilibrio) de la marcha institucional de ese país dolarizado.
La Argentina, el reverso de América Latina
En todos los casos, la inestabilidad política convive con la estabilidad macroeconómica. Los mercados parecen mirar con relativa ajenidad los avatares de la vida partidaria. Mientras jueguen con el collar pero no se metan con el perro, no hay nada para alarmarse.
Exactamente, el fenómeno inverso sucede en la Argentina. Transitamos los cuarenta años de la restauración democrática con el récord - el próximo 10 de diciembre- de cinco presidencias que completan su mandato. Atrás queda el recuerdo de los cinco presidentes en una semana. Veinte años después sobran las disputas y los conflictos dentro y fuera de cada coalición, quizás hasta las reglas se doblen un poco, pero nadie piensa en la posibilidad de romperlas. Los decibeles de algunos discursos son fuertes, pero aplica aquello de "perro que ladra no muerde".
Claro que la diferencia institucional a favor respecto de los vecinos del barrio sudamericano no se traduce positivamente en los indicadores productivos y financieros. Cerramos 2022 clasificándonos campeones mundiales de fútbol en Qatar y semifinalistas del torneo global de inflación junto a Venezuela, el Líbano y Zimbabue. Los inquilinos de la Casa Rosada empiezan y terminan sus periodos, pero los precios siguen aumentando y el producto bruto per cápita disminuyendo.
"Qué bien que estábamos, cuando estábamos mal" podría ser una estrofa adicional a nuestro himno nacional. Nos devaluamos con prisa y sin pausa, reduciendo al mínimo las ambiciones. Tanto que algunos funcionarios celebran no haber llegado a los tres dígitos en el Índice de Precios al Consumidor y dos integrantes de la Comisión de Presupuesto de la Honorable Cámara de Diputados de la Nación disputan por Twiter quien ganó la apuesta por el número final de la inflación del 2022. Pusieron en juego un lechón, quizás para confirmar que más allá de las diferencias conceptuales, ambos coinciden en no elegir al peso argentino como medio de pago.
"Los inquilinos de la Casa Rosada empiezan y terminan sus periodos, pero los precios siguen aumentando y el producto bruto per cápita disminuyendo"
Ni el genial Alberto Olmedo en su personaje de Costa Pobre lo hubiese planteado de modo tan bizarro (millennials y nostálgicos pueden buscar en YouTube episodios ochentosos del gran capómico nacional).
El acuerdo con el FMI, un consenso tácito para la economía argentina
Anécdotas al margen, podemos resumir de nuestra rápida recorrida por la cintura cósmica del sur que el respeto a las reglas de juego es condición necesaria y no suficiente para garantizar el desarrollo y el crecimiento, y que lo mismo aplica a la inversa: largos periodos de cumplimiento de las reglas macro prudenciales de la economía son imprescindibles, pero no necesariamente facilitan la concordia institucional.
Aunque los manuales digan lo contrario y los ideólogos de ocasión insistan con las causalidades y los determinismos, la realidad no se deja atrapar tan fácilmente en los esquemas rígidos, por más articulados y prolijos que se presenten. El desafío de las elecciones presidenciales en la Argentina consiste, precisamente, en construir flexiblemente desde la presente estabilidad política la ausente estabilidad económica.
En pocas semanas, se cumplirá un año de la sanción por ley del acuerdo con el Fondo Monetario Internacional. La oposición y una fracción del oficialismo se pusieron de acuerdo para votarlo. Y el kirchnerismo, que se opuso en el recinto, terminó apoyando meses después la llegada al Ministerio de Economía de Sergio Massa, quien asumió con decisión el compromiso de llevar a la práctica lo que su antecesor Martín Guzmán -padre intelectual del proyecto- diseñó pero no pudo instrumentar.
Hasta ahora, todos los que en el Frente de Todos asoman como candidatos votaron, impulsaron o aceptaron lo negociado con Kristalina Georgieva. Así que, en los hechos, existe un consenso tácito, un Pacto de la Moncloa -culposo- alrededor de medidas concretas: reducción del déficit fiscal, límite a la emisión monetaria, tasas de interés positivas, disminución de subsidios y estímulos a las exportaciones.
Si lo tácito se hiciese explícito y la competencia se planteara alrededor de la discusión del liderazgo y los equipos para implementar eficazmente las metas comunes, podríamos disminuir la brecha cambiaria y también la que separa los resultados políticos de los económicos. El juego de sobreactuar las diferencias y ampararse en "la diferencia moral" para desentenderse de la ética de la responsabilidad es tan hipócrita como frustrante.
La competencia electoral podría ser una chance para aprovechar las oportunidades que el escenario regional y global le presenta a la Argentina. Un desafío que necesita, para ser aprovechado, de una generación dispuesta a dar vuelta la página y no una casta que insista en la revisión permanente e inútil de la historia.