Lecciones de la crisis de Carrefour: ni la inflación se creaba en las góndolas ni los controles eran la mejor arma
En los años '90 no había un villano más temible en el universo de los negocios argentinos que los supermercados.
Lo curioso es que en aquella época no se los culpaba de una exagerada suba de precios, sino de todo lo contrario... de crear deflación.
El argumento era que, en su afán por competir por precios bajos, ejercían una presión asfixiante sobre los proveedores, a quienes hacían trabajar casi al borde de la pérdida, bajo amenaza de dejarlos fuera de las góndolas.
De hecho, uno de los episodios más ilustrativos sobre el poderío de los grandes retailers fue cuando Carrefour, en medio de una disputa con Coca-Cola, se dio el lujo de prescindir de la reina de las gaseosas durante meses.
El mensaje era claro respecto de quién tenía la mayor fortaleza en la relación entre proveedores de productos y distribuidores.Tanto fue así que las Pymes hacían circular manuales con las recomendaciones para negociar con las grandes cadenas en las cuales se sugerían cosas tales como no regalar mercadería.
Parecía obvio y hasta insólito dar semejantes consejos, pero tenían que ver con la realidad: cuando un producto hacía su debut, era práctica corriente pagar un "derecho de góndola" en forma de suministros gratis durante algunos meses, hasta ver cómo respondía el público.
De esa época es la legislación que limitó en la provincia de Buenos Aires la apertura de estos establecimientos, bajo el argumento de que podían significar una competencia imposible de soportar para los tradicionales almacenes de barrio.
El tema de la "maldad" inherente a los súper por su obsesión en bajar los precios no era exclusivo de la Argentina. Por el contrario, pasó a ocupar un lugar en la cultura popular a nivel global, con películas como "El alto costo de los precios bajos", sobre prácticas comerciales y de recursos humanos en Walmart de Estados Unidos.
Con esos antecedentes, resultó paradójico que en la década siguiente el presidente Néstor Kirchner haya elegido como principal blanco de sus críticas y "chivo expiatorio" de la inflación a esos mismos supermercadistas que, poco tiempo antes, eran criticados por su tendencia a bajar los precios a toda costa.
Todavía hoy, Alfredo Coto recuerda como uno de sus peores momentos políticos cuando, en su condición de titular del coloquio de IDEA en 2005, quedó enfrentado con el ex mandatario, quien acusaba a los súper de "cartelización".
Lo raro no era tanto que se los tilde de hacer acuerdos de precios (toda la vida habían competido entre sí para ver quién daba las mejores ofertas) sino que en ese momento ya asomaban los primeros síntomas de algo que hoy es evidente: estaban dejando de ser el canal comercial principal, ya que perdían mercado a manos de los "chinos" y almacenes de barrio.
El villano perfecto Si algo quedó en evidencia en los últimos años es que, desde el punto de vista político, siempre es difícil resistir la tentación de culpar a los súper por la inflación.
Tienen todos los componentes para constituir un villano perfecto: son muy grandes, algunos son de marca global, dueños de tarjetas de crédito propias, transmiten la imagen de potencia comercial y financiera y, obviamente, son los que cumplen el rol de mensajero de las malas noticias cada vez que hay aumentos.
Poco importa que argumenten ser el último eslabón de una larga cadena, ni que su sistema muestre eficiencia en términos de logística, ni que operen con bajas tasas de rentabilidad ni que su negocio sea más de volumen que de margen.
La tentación de hacerlos responsables por los aumentos no se limita a los gobiernos de vocación intervencionista como el de Cristina Kirchner, que intentó por muchas vías controlar los precios, a veces de manera consensuada -"Precios Cuidados"- y otras con métodos menos ortodoxos, como los de Guillermo Moreno.
También el macrismo, al inicio de su gestión, vio en los supermercados la vía para justificar el salto inflacionario que había dicho no iba a ocurrir.
En sus primeras semanas de gestión, Macri hablaba de "avivadas" por parte de empresarios especuladores a los que había que "caerles duro" para disciplinarlos, ya que eran culpables de las subas. Su ministro de Agricultura, en tanto, llamaba a hacer un boicot al consumo de carne porque el asado estaba caro.
Hoy pocos lo recuerdan, pero a inicios de 2016 la "gran medida" esgrimida por el macrismo para combatir la inflación era una "app" en la que se publicaban miles de cotizaciones. Desde la secretaría de Comercio, parafraseando a la recordada Lita de Lazzari, se aconsejaba "caminar" para encontrar precios bajos.
Tal situación causó sorpresa, dado que los antecedentes liberales de los funcionarios hacían prever una visión más monetarista de la inflación, y no la búsqueda de culpables con un tono parecido al del kirchnerismo.
En ese momento, los dueños de las góndolas se defendían con los mismos argumentos de siempre: "Los supermercados no son formadores de precios ni responsables del índice inflacionario, de modo que comparar valores no resolverá el problema del alza en el costo de los alimentos", advertía Fernando Aguirre, vocero de la Federación de Supermercados.
Aunque el Gobierno haya cambiado de tono, nunca quedó despejada esa desconfianza hacia las grandes cadenas. Más cerca en el tiempo, a mediados de 2017, la diputada Elisa Carrió lanzó una campaña de boicot.
"No compren en supermercados, salvo que haya descuentos, porque están poniendo precios que son terriblemente superiores a lo que realmente valen las cosas", advertía Lilita.
Con su característico estilo beligerante afirmaba: "Yo no compro más, nos estafan a los argentinos, el abuso en los alimentos es enorme".
El Gobierno demostró que no se trataba de un rapto aislado de la diputada, sino que compartía el diagnóstico: a través de la Comisión Nacional de Defensa de la Competencia (CNDC) comenzó a investigar el vínculo entre comerciantes y proveedores. La CNDC sospechaba de irregularidades en esa relación.
La pelea interna por el tope a los precios La pelea que había estallado en ese momento era porque supermercados y fabricantes de productos se culpaban mutuamente de no hacer esfuerzos por contener las subas de precios.
Justo antes de las elecciones, y con un clima tenso porque quedaba en evidencia que no se cumpliría la meta oficial de inflación, los súper denunciaron que estaban recibiendo listas con aumentos superiores al 5% por parte de sus proveedores. En particular, en artículos alimenticios.
La respuesta no se hizo esperar. Grandes empresas alimenticias no sólo negaron estar promoviendo incrementos sino que enviaron sus propios inspectores, al sospechar que los valores al público estaban "inflados" bien por encima de sus requerimientos.
Además, recrudecieron críticas en el sentido de que los supermercados imponen descuentos en forma de "notas de débito" por conceptos como costos de logística, publicidad, problemas en la entrega o devoluciones.
Algunos proveedores afirmaban que les llegaron a debitar hasta 40% del importe de las facturas. Y no faltaron los que, ante la demora en los pagos, afirmaron que los supermercados se financiaban con los fabricantes para poner a "trabajar" el dinero en el mercado financiero.
Lo cierto es que esas peleas le trajeron al consumidor final un resultado mejor que el de cualquier control estatal: como ninguna de las partes quería ser acusada como responsable de los aumentos, se incrementaron los controles internos y los esfuerzos por disminuir los márgenes.
De hecho, en los meses siguientes, Carrefour lanzó su promoción "Precios Corajudos", basada en el congelamiento de valores de los productos de la canasta básica.
Por su parte, Walmart convocó a más de 100 firmas proveedoras para pedirles mayor colaboración tendiente a las rebajas.
La cadena estadounidense quería refrescar su estrategia histórica de dar "precios bajos, todos los días". Y les pedía a los fabricantes que, dada la situación económica del país, debían esforzarse en contener las subas y buscar formas de ser más competitivos, por la vía de un manejo más eficiente de stocks e inventarios y procesos logísticos.
El Gobierno no disimuló su beneplácito. Después de todo, la competencia entre cadenas y las peleas con proveedores resultaban más eficientes que los añejos controles estatales para domar el índice inflacionario.
"La agresiva campaña de Carrefour puede ser el puntapié de un cambio de régimen de inflación. Si baja, las señales sobre los precios son mucho más fuertes", afirmaba Luciano Cohan, subsecretario de Programación Económica en el Ministerio de Hacienda.
Paradojas de la caída de un gigante
El equipo económico cree que se está consolidando un régimen de mayor competencia en el cual la lógica será de márgenes de ganancia pequeños, que se compensarán o bien a partir de un mayor volumen o con esquemas de distribución menos costosos.
El hecho de que el INDEC apunte a medir canales alternativos de venta, como el comercio electrónico o los mayoristas, da cuenta de que la caída del market share de los supermercados es percibida como un fenómeno estructural y no coyuntural.
La crisis de Carrefour con sus tres años consecutivos de balances en rojo y la situación de márgenes declinantes en el resto de las cadenas no hacen más que confirmar esta tendencia.
Más allá de que en el sector pueda aprovecharse la situación conflictiva para obtener algún alivio impositivo, nada parece cambiar un escenario de fondo que excede ampliamente la coyuntura argentina y tiene escala global.
En definitiva, son demasiados puntos débiles de las cadenas como para que se mantenga fuerte el argumento de que están en el centro del problema inflacionario.
La paradoja de la crisis de Carrefour es que, luego de haber argumentado en su contra, el Gobierno se ve ahora en la situación de ofrecer alguna solución para evitar que la crisis se agudice. El propio Macri pone en duda la legalidad de las estrategias comerciales de los competidores chinos.
Como suele decirse, en toda crisis hay también una oportunidad. La lección del difícil momento de Carrefour acaso sea que un marco de mayor competencia es más fuerte que los controles y regulaciones.
Al punto que los jugadores a los que todo el mundo tenía por omnipotentes terminan sufriendo ante la furia de los consumidores.