Jorge Batlle, la peripecia de un liberal en el país más estatista de América latina
Defender ideas liberales -tales como la apertura comercial, el aliento a la iniciativa privada y la disminución del peso del Estado- en el país más estatista de América latina luce como una tarea quijotesca. Y si, además, quien las defiende es hijo, nieto y bisnieto de presidentes que forjaron un país orgulloso de su "welfare state", su proteccionismo industrial y su cultura socialdemócrata, entonces ese apego liberal parece propio de alguien obstinado en fracasar en la política.
Ese era Jorge Batlle, el ex presidente uruguayo, que falleció en la noche del lunes pasado a los 88 años. Había sufrido una lesión cerebral tras un accidente durante una gira por el interior. A su edad, y luego de haber sido presidente, seguía militando y hablando del futuro.
Los homenajes, las frases de recuerdo, las notas periodísticas y el gigantesco anecdotario apuntan, sobre todo, a las dos características principales del fallecido presidente: su inteligencia, su obstinación y una propensión a decir las cosas "sin filtro".
En la campaña de 1994, su eslogan resumía esa personalidad: "El candidato que le canta la justa". Perdió por lejos contra Julio María Sanguinetti, su amigo y rival en el histórico Partido Colorado.
Antes, le había ocurrido lo mismo en 1989, por sostener la impopular postura de rechazar una indexación automática de jubilaciones.
Y mucho antes, durante la dictadura militar, había estado preso y proscripto.
Pero Batlle no era de los que se deprimían ante los fracasos: sufrió cuatro derrotas antes de, finalmente, a la edad de 72 años, llegar a la presidencia. Y le tocó un tiempo difícil: tuvo que afrontar la peor crisis económica en la historia uruguaya, incluyendo una crisis del sistema bancario.
Lejos de su sueño de construir un Uruguay liberal, debió enfrentarse a la emergencia continua. Su mayor logro fue haber evitado un default de la deuda -al estilo argentino- y un "corralito", y logró un canje voluntario con los acreedores.
Para ello resultó fundamental el apoyo de George Bush, quien en contra de la opinión del Fondo Monetario Internacional aprobó una ayuda financiera en el momento más crítico del país.
Las grandes reformas estructurales chocaron muchas veces contra lo que él denominaba "la máquina de impedir". Por ejemplo, su propuesta para que la petrolera estatal Ancap -la mayor empresa del país- pudiera asociarse en proyectos con privados fue rechazada en un referéndum.
Una década antes, también había sufrido el traspié de haber impulsado la privatización de varias empresas estatales, en especial la de telecomunicaciones Antel: un referéndum arrojó un resultado abrumadoramente contrario. En pleno auge de las privatizaciones en el continente, la opinión pública uruguaya no quería saber nada de salirse de su tradición estatista.
El contexto en el que le tocó gobernar también lo llevó a cometer una de las contradicciones mayores para alguien de fe liberal: debió subir los impuestos en el momento más agudo de la recesión, y -en uno de sus momentos más criticados- lo anunció llorando ante las cámaras de TV.
Tuvo su revancha cuando, al entregarle la banda presidencial a Tabaré Vázquez, en 2005, remarcó que había sorteado la crisis y dejado un país que crecía a una vigorosa tasa de 5% anual.
En todo caso, los fracasos no lo amilanaron sino que parecían estimular más su curiosidad intelectual y su espíritu provocador. Así, la terquedad de su prédica lo terminó transformando en la "conciencia liberal" de un país con alma estatista.
La vejez no impidió que siguiera metido en el debate político hasta el final de sus días. Mantuvo polémicas con el gobierno izquierdista y, en particular, con el ex presidente José Mujica, a quien acusaba de haberle "traspasado a su sucesor una granada junto con la banda presidencial". El alto costo de la sinceridad
En cuanto a los problemas que le ocasionó su sinceridad exenta de corrección política, queda como mayor exponente la frase que escandalizó a la Argentina en 2002. "Una manga de ladrones del primero al último", dijo Batlle, en una conversación que él no sabía estaba siendo grabada.
En ese momento, a cargo de la presidencia y sufriendo los coletazos de la crisis argentina, Batlle pugnaba por hacerle entender al mercado financiero mundial que Uruguay tenía un estilo diferente y que no contaba con el historial de defaults ni confiscaciones de su hermano mayor.
La infortunada frase derivó en el famoso episodio en el cual pidió disculpas a Eduardo Duhalde ante las cámaras de televisión. Y, con lágrimas en los ojos, recordó sus múltiples lazos con la Argentina: su madre era argentina, de niño vivió en Buenos Aires, donde hizo la escuela primaria, luego se casó con una argentina.
Esos vínculos con los argentinos le hacían decir que él se sentía en parte argentino y que, por lo tanto, se consideraba habilitado para opinar sobre los asuntos domésticos. Y demostró que la frase de aquel desafortunado "off the record" no lo amilanó: ya durante el gobierno kirchnerista, solía decir que Néstor Kirchner era el gran artífice de la modernización del campo uruguayo, porque su persecución a los productores sojeros había llevado que muchos argentinos decidieran invertir al otro lado de la frontera, introduciendo sus avances tecnológicos en materia de siembra.
Luego, en entrevistas periodísticas, se animó a pronosticar que el problema con los fondos buitres "se arregla en dos patadas" y que la economía argentina iba a recuperarse rápidamente "sólo con que haya un gobierno ya ni digo bueno, sino normal".
Lo cierto es que, para los medios argentinos, Batlle siempre será "el presidente uruguayo que dijo que todos los argentinos son ladrones" y su figura quedará reducido a esa anécdota de la entrevista televisiva.
Pero Batlle fue mucho más. Con sus luces y sombras, se destacó por la claridad intelectual que le hizo ver, varias décadas antes que a todos los demás, el agotamiento de un modelo -en Uruguay y en todo el continente- y la necesidad de un cambio radical.
"Soñaba un Uruguay con altura y universalidad. Le indignaba la demagogia. Le entristecía la mediocridad. Admiraba la Argentina de Alberdi y el Brasil de los "gaúchos", pero quería un país que no se alejara del empuje norteamericano y la sabiduría británica", escribió el ex presidente Sanguinetti luego de conocida la noticia de su muerte.
El liberalismo de Batlle llegaba al punto de contar que, cada vez que visitaba Londres, lo primero que hacía era subirse a un taxi y pedir que lo llevaran a la Trafalgar Square: una vez allí, se apostaba al pie de la estatua del almirante Nelson y lo saludaba, en agradecimiento a su aporte para la causa de la libertad mundial.
Pagó el precio de la incomprensión, la burla y la derrota política, pero finalmente se ganó el respeto de todos los adversarios.
El presidente Tabaré Vázquez lo recordó con un discurso en el Palacio Legislativo: "Marcó toda una época. Un hombre convencido de sus ideas. Fue un provocador del pensamiento. Y mas allá de los acuerdos o discrepancias marcaba distancias muy definidas en cada una de sus expresiones. Fue un político de élite, de estirpe, de fuste, y así honró y vivió su vida hasta el último día"
Y también Mujica le rindió su homenaje: "Batlle siempre estaba agitando creatividad en el pensamiento y en el rumbo. Él doblaba hacia la derecha y yo doblo para el otro lado pero lo mas hermoso era esa actitud fermental permanente de dar gracias a la vida y estar preocupado en el acuerdo y el error por el país. Cayó nada más y nada menos que militando. Me gustaría el día que me tenga que ir, hacerlo de una forma parecida".